Arturo Pérez Reverte
Cualquiera que me conozca sabe que no veo películas de guerra, ni nada excesivamente desagradable. Sin embargo, me gustan los libros de Pérez-Reverte. Tal vez porque, más allá de su crudeza, siento que hay un mundo de sentimientos contradictorios. Sus artículos en el XL semanal suelen estar cargados de ironía cercana al sarcasmo. Su lenguaje no puede ser más claro y directo. Su vida como reportero de guerra, acostumbrado a ver a la gente matar y morir en su presencia, sin poder hacer nada para impedirlo, sin duda le ha marcado como persona.
El otro día ví la película Ultimatum a la Tierra, que me gustó mucho, porque somos aficionados a la ciencia ficción. En ella la protagonista defendía la idea de que una civilización sólo evoluciona cuando se encuentra al borde del desastre. Tal vez con las personas sucede lo mismo: es necesario haber estado en el borde del precipicio para apreciar realmente el suelo que tienes bajo los pies. Por eso, no me esperaba leer un texto de Pérez-Reverte con una sensibilidad tan pura y tan profunda, pero realmente, tampoco me extraña demasiado.
Este verano volví a intentarlo otra vez. Recogí un vencejo que no podía volar. A pesar de nuestros esfuerzos, el pajarillo no sobrevivió. Nunca me acostumbraré a eso. No fui capaz entonces de darle nombre a mi tristeza, pero este texto lo dice todo:
"De vez en cuando, tal como ha leído que debe hacer, Jesús se acerca con cautela y silba bajito y suave, para que el animalito se familiarice con él. Hasta que al fin, a la cuarta o quinta vez, éste pía y abre los ojillos, con una mirada que pone un nudo en la garganta. Una mirada que traspasa. Jesús no sabe qué grado de conciencia real puede tener un pajarito diminuto; sin embargo, lo que lee en esa mirada –tristeza, miedo, indefensión– le recuerda a su perro cuando era un cachorrillo, las noches de lloriqueo asustado, buscando el abrazo y el calor del amo. También le trae recuerdos vagos de sí mismo. Del niño que fue alguna vez, en otro tiempo. De las manos que le dieron calor y de las aves negras que siempre rondan cerca, listas para devorar.
Por la mañana, el gorrioncito ha muerto. Jesús contempla el cuerpecillo mientras se pregunta en qué se equivocó, y también para qué diablos sirven tres mil años de supuesta civilización que no lo prepara a uno, de forma adecuada, para una situación sencilla como ésta. Tan común y natural. Para la rutinaria desgracia, agonía y muerte de un humilde polluelo de gorrión, en un mundo donde las reglas implacables de la Naturaleza arrasan ciudades, barren orillas, hunden barcos, derriban aviones, trituran cada día, indiferentes, a miles de seres humanos. Entonces Jesús se pone a llorar sin consuelo, como una criatura. A sus años. Llora por el pajarillo, por el perro, por sí mismo. Por el polluelo de gorrión que alguna vez fue. O que todos fuimos. Por el lugar frío y peligroso donde, tarde o temprano, quedamos desamparados al caer del nido.
9 comentarios
superwoman -
acoolgirl -
Un besitooo
susana -
Pikifiore -
simplementeyo -
codromix -
el inicio de un año tiene que ser todo lo contrario a deprimente, es como un momento de reflexion y de empezar de nuevo, no crees?
La chica de ayer -
susana -
gema -
un besazo a mi Susanita